Agradecimientos (II)

Querido hermano,

Te escribo en la fría calma de una playa desierta, ante una luna llena que ilumina los resquicios de un cuerpo envuelto en oscuridades varias y melancolías pasajeras.

Me he dado cuenta, hermano, de que muchas horas han corrido entre mis dedos dedicando palabras, canciones y caricias a gentes del mundo que jamás han mostrado por mi tu amor incondicional. Hoy he sentido que tengo una deuda infinita contigo, no solo en forma, si no también en contenido, y si bien no soy persona que se arrepienta jamás de profesar palabras de afecto a historias que acabaron siendo pasado, he decidido dedicar unos minutos al único cariño que puedo considerar verdadero y carente de juicio. Al primer amigo que tuve nada más nacer. Al que nunca me ha fallado.

Heme aquí, hermano, recapitulando veintiocho años de existencia, volcando la vista atrás una y otra vez, repasando lecciones que aprendí y lecciones que debí haber aprendido, rechinando dientes con una mezcla fría y agria de rabia, pena, culpabilidad y decepción por cuestiones que jamás afectarían a tu corazón del modo en el que hacen mella en el mío. Es tu simplicidad en el vivir, tu felicidad honesta y vivaz, una cualidad que adoro y envidio de forma sana.

Es éste mi reto diario, hermano: aprender de ti a adaptarme al mundo que nos rodea, aceptándolo como es y dejándome llevar en él como las hojas que el viento mece a su merced.

Hoy entendí, hermano, que la lección más importante que me regalas cada día deviene de tu capacidad para quererte sin reproches: por ello sabes demostrar amor al mundo, porque aprendiste desde pequeñito a valorarte como la estrella que brilla en el cielo con la intensidad de un fuego ardiente e infinito. Porque vales más que miles de millones de incontables universos paralelos.

Hermano, he malgastado tiempo, salud y lágrimas en reprocharme mis tropiezos y mis defectos, acumulándolos como pesadas cargas por las que debo pagar condena, buscando el perdón de personas que ya no están o no lo merecen, de los dioses, del cielo, de una inexistente justicia divina, del karma, y de un supuesto alter ego al cual le debo rendir cuentas por cometer errores en el vivir.

Pudiera ser que he llegado a odiarme, hermano, y de ahí que al observarte deba reflexionar con madurez y entender: no habrá paz en esta pequeña alma temblorosa e insegura mientras no sea capaz de amarme con la fuerza de un ciclón. No amaré a nadie, mientras no me ame. No dejaré de sufrir constantes embestidas emocionales mientras no entienda la belleza que encierran las virtudes latentes en mi ser y en mi corazón. No disfrutaré lo ajeno mientras lo propio me sepa extraño.

Te podría confesar que he sufrido, hermano. Hablarte del dolor, de las palabras que hicieron daño, de las amistades que resultaron no serlo, de los desgarros que ha sufrido mi alma al esperar el afecto de quienes quería casi tanto como a ti e, inexplicablemente, desaparecieron. Podría hablar de decepción o de desilusión, pero en última instancia… ¿Quién soy yo para juzgar a nadie, hermano? ¿Acaso no soy yo el culpable por considerar como familia a alguien que no seas tú?

Tu forma de encajar las contrariedades del día a día me enseña algo muy valioso, hermano: un tren no deja de ser un tren y no deja de viajar por el mundo sólo porque haya pasajeros que se bajen de forma inesperada. Lo mismo que unos se van, otros vendrán. No hay más.

Lo importante es conducir el tren, y lo único importante es que nuestros padres viajen en él y que tú seas mi copiloto de por vida, al igual que yo seré por siempre el copiloto de tu camino, de tus sueños y de tu viaje. No necesito más equipaje para ser plenamente feliz, y es mi deseo afianzar estas palabras y adherirlas a mi alma. Ya no solo por mi, si no también por la gente que nos rodea y nos quiere, por la gente que sufre con nuestro pesares, como nuestros padres: esos maravillosos padres que ocultan las espinas de nuestras infelicidades en los ignotos repliegues de sus espíritus. Esos maravillosos padres que la vida nos ha regalado.

¡Pero basta! ¿Con qué derecho me atrevo a hablar de dolor ante ti? Tú que viniste al mundo con un llanto quejoso; que luchaste y luchas cada día por vivir, y vivir feliz e intensamente, que llenas de ilusiones pequeñitas tus horas… Tú sí que podrías hablar al universo de dolor, de dudas, de lo extraño que resulta a veces el mundo que nos rodea, de los retos que plantea… Y sin embargo sólo sabes sonreír y disfrutar cada minuto.

Nunca tuve ídolos de papel, nunca deseé la fama ni la riqueza, nunca envidié a nadie y nunca quise ser el reflejo de ningún otro ser vivo porque te tengo a ti, hermano, y eres la única persona a la que deseo parecerme, a la que idolatro y admiro de manera sincera.

Hermano, hoy comparezco ante ti y ante los demás con el corazón abierto y sin miedos. Libres son los mortales de juzgar mis palabras en modo alguno al igual que yo fui libre de escribirlas, pero no hay nada ni nadie que pueda modificar un ápice mis sentimientos por ti. No ha nacido aún quien te haga sombra, hermano, y no he conocido amor más grande.

Es por ello que esta misiva es la única carta de amor que jamás perderá su significado. Es y será atemporal al paso de los años, a la juventud que se escapa y a las historias románticas que van y vienen, que afloran intensas y mueren vacías…

Que sepas que camino con la cabeza bien alta ante el mundo, por poder decir con orgullo y a boca llena…

…que soy tu hermano.

Entradas populares de este blog

Agradecimientos (I)