Capítulo Veintidós. Conflicto


¿Qué injusta es a veces la vida, eh?

Cuando nuestras intenciones son sanas y nobles, cómo se empecina en ocasiones en hacernos sentir que todo está mal y que tenemos mucho de culpa en ello. Qué asco genera el que si ya de por si ciertas cosas duelen, uno tenga que hacerse responsable. La vida no son los contratiempos que te ocurren, si no cómo decides encararlos. Vamos, que recibes un guantazo de realidad y si protestas encima te pueden acusar de falta de inteligencia emocional, nulo aguante, dramatismo exhacervado; que estás magnificando circunstancias que no deberían importar... ¿Pero con qué derecho nadie puede señalarte y decir lo que debes sentir o no, lo que te daña en mayor o menor medida? En lugar de tener que hacer de tripas corazón para aceptar infortunios no deseables -y encima cargar con la responsabilidad de un perdón o un olvido- lo que me gustaría es que ciertas situaciones no se dieran. Ni para mi, ni para nadie.

Pero se dan. Y se seguirán dando.

Y en esos momentos uno evoca a la amistad, a la fraternidad o al amor como tablas infalibles de salvación. Porque hay que dar importancia a lo importante, dicen. No perder el norte. Poner sobre la mesa los pros y los contras. Lo malo es que llega un momento en que la mesa se rompe, se nubla el juicio y no tienes ganas de comprender a nadie. Si quiera a ti mismo. Y te pierdes. Y pierdes.

Pierdes la paciencia, pierdes las formas, pierdes la lógica... Pierdes la confianza.

Recuperar la paz, la felicidad, la templanza, las maneras, la locuacidad o el raciocinio son cuestiones que dependen de uno mismo y sólo de uno mismo. Pero la confianza... La confianza es un pilar inquebrantable en toda relación humana, y recuperarla no es un trabajo individual: la confianza en las relaciones es siempre cuestión de dos o más factores. Confianza en un grupo, confianza en otra persona. Confianza en un amigo, un amante, una pareja... El amor de tu vida.

Y cómo duele cuando se rompe. Joder, cómo duele.

Tires por donde tires la sensación es desagradable. Primero intentas culparte a ti mismo. Lo que decía al principio, responsabilizarte de lo que sea que ha quebrado tal pilar en lugar de culpar al de enfrente. Intentas creer que si ha ocurrido algo desagradable, no ha sido por intencionada maldad en tu contra. Que tú tampoco eres perfecto ni santo, te dices. Pero por mucho que intentes relativizar, haber provocado heridas en otras personas y recordarlo no hará que la tuya deje de sangrar. Nos guste o no, somos seres ególatras: lo que hacemos y lo que nos hacen son caminos que cicatrizan por vías muy diferentes. Imposibles de comparar o recorrer a la vez.

Pero por amor, por solidaridad, intentas echar a tus espaldas parte de esa dolorosa ruptura de fe. Pensando que el amor todo lo puede. Resulta que nos equivocamos una y otra vez los humanos afirmando que las emociones positivas en nuestras conexiones afectivas son una especie de escudo infalible e inmortal que todo lo soporta. Que puede recibir ataques, faltas de respeto en mayor o menor medida, golpes y mierda sin que se resienta lo más mínimo.

Cuando amamos, cuando deseamos, olvidamos ingenuamente que no somos dioses: somos humanos; vulgares humanos imperfectos, miedosos, débiles...

Nuestras convicciones nos hacen fuertes, nuestras emociones nos atan... Pero nada es para siempre. Nada es infalible. Y cuando caes en la cuenta de que ha ocurrido lo que no cabía esperar, que el afecto se te escapa de entre los dedos y que la confianza se resquebraja y desaparece como polvo entre las manos, la sorpresa y la desilusión inundan tu ser.

Resulta que no tienes nada de superhéroe y que eres tan poco especial como el resto del mundo. Que tu capacidad de amar y confiar tiene límites y que, incluso intentando interiorizar que no tienes nada que reprochar a nadie, que eres objeto activo y único de tus sentimientos... Te cuesta encontrar el perdón que necesitas para volver a vivir en paz.

No lo hallas para ti mismo y por ello no logras hallarlo para los demás. Quizá por haber traicionado tus principios, por haber ido en contra del impulso inicial, por haber callado o por haber hablado de más. Por no haber actuado en consecuencia en su momento o por haberlo hecho de forma excesiva y radical.

Y te quemas. Y te ves quemado. Ves que te cuesta, que los enfados tontos crecen como la mala hierba, que tu tendencia natural vira a la rumiación pesimista, a buscar donde no hay, a sacar punta ya no a los lápices si no incluso a los bolígrafos, y quejarte luego cuando al romperse éstos, te cubres por completo de tinta... Una tinta negra, oscura, viscosa... Difícil de limpiar.

Te maldices. Te enfureces "¡Yo no soy así!" Te repites una y otra vez. A nadie le gusta verse como un anciano gruñón. A nadie le gusta estar todo el día a verlas venir, con miedo a sí mismo y al de enfrente. Esperando el siguiente asalto cuando a uno todo lo que le gustaría decir con lágrimas en los ojos es cuánto quiere y cuánto desea seguir queriendo.

Pero el agotamiento emocional suele llevar al conflicto, y del conflicto... Nace la derrota. No lloramos hasta que es demasiado tarde. No rememoramos con lástima hasta que hemos convertido en recuerdo aquello que nos gustaría mantener hasta el futuro.

Toda la vida, si ello fuera posible.

Y en el conflicto, las personas se enrocan. Nos retorcemos sobre nosotros mismos, violentamos el mensaje, atacamos. Dañamos. Se recrudecen los agravios. Nada sano puede nacer de hacerse pequeño y recogerse el cuerpo agachando la cabeza entre los brazos y sumiendo nuestra mirada (y nuestra mente) en la profunda oscuridad de cerrar los ojos implorando: no más. Por favor, ya no más...

Habría que alzar la vista; buscar luz, tanto externa como interna, intentar entender otras posturas, otras formas de ver el mundo, cuadrar en nuestro mapa lógico piezas que en principio no nos parecen nuestras y rechinan. Habría que empatizar, reubicar, reflexionar... Dar un voto de confianza.

Pero como dije antes... Nada de eso ocurre, ni puede ocurrir, cuando la fe ha caído derrotada.

Y como sufrir no es plato de buen gusto para nadie, cuando nos cansamos de intentar reinterpretarlo todo, cuando estamos hartos de cargar con parte del problema emocional a nuestras espaldas, lo lanzamos al de enfrente.

Y en ese momento lo poco que queda de realidad e ilusoria cortesía se esfuman por completo.

Porque ya no se trata de la verdad. Ya no se trata de intentar descubrir si perdí yo la convicción o si el de enfrente me hizo perderla con determinadas acciones. Ya se trata de supervivencia.

Y que cierre el último la puerta de mierda. Sálvese quien pueda ¿Mujeres y niños primero? Los cojones. Yo y mis circunstancias y que os follen. A todos.

Aparece la peor cara de la humanidad. Ya no esgrimimos motivos reales al otro para sentirnos inseguros: los rebuscamos, los creamos, nos los inventamos si falta hiciera.

Lo que sea con tal de dejar de sentir esa angustia en el pecho y poder increpar con el dedo acusador... "Lo que me han hecho". "Lo que me has hecho". "Lo que hiciste y no me contaste". "Lo que dijiste". "Lo que callaste".

Y resulta, vaya cosa guapa, que todos llevamos un estupendo director de cine negro y dramático en nuestro interior. Sí, un director que sólo aparece para aportar aún más jodienda al asunto, y que curiosamente rueda en tu cabeza escenas que quizá jamás ocurrieron, situaciones que jamás se vivieron y momentos detestables multiplicados ávidamente con un toque escatológico de rencor, masoquismo y rabia iracunda.

Un director que sólo potencia la desaveniencia y que, si algo quedara de certidumbre, se encarga de pisotearla hasta que sientes que lo que está entre sus frías suelas de metal es tu propio corazón.

Porque claro, puestos a tirarnos al barro... ¿Para qué quedarnos sólo con lo que sabemos? Redios, es mucho mejor elevarlo todo a la enésima potencia, claro que sí. En negativo, por supuesto.

Que si por h o por b descubrimos situaciones que nos hieren... ¿Para qué pararnos ya en el borde del precipicio? Saltemos. Vamos a multiplicar por mil esa situación inesperada y mientras caemos al vacío lancemos al aire el tan recurrente y manido:
"Si esto es lo que ya sé... A saber de qué no me estoy enterando."

Puto director enfermizo. Ya le podían dar un Oscar póstumo y mandarlo a la caja de pino. Y que nadie lo sustituya, por favor. No queremos aprendices de tan nefasta elección de pensamiento.

¿Será por miedo que escogemos tan mal nuestras ideas en momentos de conflicto? ¿Será un erróneo instinto de protección? Convertir un desagravio en miles y a su ejecutor en una especie de villano nos aleja momentáneamente y parece calmarnos: claro, duele mucho más pensar que la persona o personas a las que amamos pueden fallarnos y equivocarse, que convertirlos en demonios psicópatas cargados de mala baba que nos han tenido engañados sobremanera y que muestran ahora su verdadera cara.
Es más fácil crear monstruos que humanizar idealizaciones.

Pero aquí me tienes. Escribiendo a corazón abierto todo aquello que no se dice. Quizá tembloroso, quizá con una rodilla rozando el suelo, pero aún con mis férreas convicciones y mi espíritu tratando de no quebrantarse. Postrado pero no acabado. Porque hay líneas que no deben cruzarse y desde las cuales no se alberga marcha atrás.

Y no deseo cruzarlas. No así. No aquí, no ahora.

Me gustaría creer que existe, querido tigre, quien sabe leer estos renglones interpretando perfectamente cada centímetro de tan compleja red de pensamiento y sentimiento.

Y creer que existe, ya significa, en cierto modo... Confiar.

Seguir confiando en la raza humana, en la buena fe de las personas, en su capacidad de análisis, de superación, de coraje y sobre todo... En su capacidad de perdonar y amar.

Si no creo en ellos, no podré creer en mi.

Entradas populares de este blog

Presentación