Capítulo Treintaiuno. Una historia

Madrugada de un veintiocho.

Dos meses se han esfumado desde el accidente que cambió por completo el acaecer de mi dueño y creador. Cómo vuela el tiempo… Hace poco más de un año que el joven me dejó deambular a mis anchas, por vez primera, bajo la tormenta de una Madrid anochecida. Fue mi paseo inicial por suelo firme. Mucho ha llovido desde entonces - en todos los sentidos - y el gesto se repitió a lo largo del año actual en varias ocasiones, albergando muchos momentos de soledad que antes mi bípedo particular no sabía disfrutar.

Hemos recorrido tanto para llegar a éste capítulo treinta y uno – justo con treinta y una primaveras en el cuerpo - que procede valorarlo. No se me ocurre mejor manera de celebrarlo que reflexionando juntos ante un mar en calma. Ha vuelto el joven a concederme libertad por el mundo real en un espacio para mi poco conocido. Un lugar especial al cual prometió volver sólo cuando estuviese preparado para escribir la historia que hoy nos ocupa. Es noche de luna creciente, y el cielo despejado me permite observar el vasto conjunto de las Pléyades - ubicadas, por cierto, en la constelación de Tauro, signo zodiacal del aquí firmante - y alguna que otra nebulosa cercana.

El paisaje nocturno es un espectáculo que jamás dejará de fascinarme. Quizá por ello nos llaman tanto la atención todos aquellos miradores y lugares altos que ayudan a comprender lo insignificante y minúsculos que somos en comparación con el inmenso vacío espacial que suponen los infinitos universos. De relativizar, hemos interiorizado bastante últimamente.

Según el astrofísico Carl Sagan estamos hechos de polvo de estrellas. Sí; somos polvo de estrellas de neutrones. No hace mucho la visión de ondas gravitacionales y luz en la fusión de dos de esos astros lo ha demostrado. Un reciente estudio que abre una nueva era para la comprensión de nuestra existencia. El noventa y siete por ciento de los elementos químicos de nuestro cuerpo se cocinaron en estrellas que al morir -explotando- fueron diseminados por el espacio. Elementos que originaron planetas. Planetas que engendraron seres vivos. Seres vivos que dieron lugar a especies animales; animales -algunos- que evolucionaron hacia la raza humana. Humanos que, supuestamente, comenzaron a construir sociedades inteligentes.

Supuestamente.

Dentro del caos y la incógnita que genera el origen de todo, parecen existir leyes inamovibles y simétricas; fuerzas que se anulan siendo opuestas, negativos y positivos, acción y reacción, luz y oscuridad, diferencias y similitudes, maldad y bondad, verdad y mentira, objetivo y subjetivo, izquierdas y derechas… amor y odio.

Es un ciclo que no acaba, una máxima no evitable; como tiempos de bonanza que preceden a las plagas de un juicio final, como bucles infinitos, sinusoides constantes, montañas rusas que suben y bajan, vacas gordas, vacas flacas… Pero en el caso concreto de la raza humana, todo ello se adereza con un toque violento y retorcido que no parece descender de ningún tipo de astro. Es una transformación paralela y un desarrollo propio. Así por ejemplo, las emociones son una evolución de un pasado animal instintivo… Pero la crueldad es un regalo exclusivo de la propia humanidad. Y se sigue regalando mucha. Ninguna bestia es tan salvaje como el hombre cuando tiene el poder para expresar su ira.

“Es el signo de la calamidad de los tiempos que los locos guíen a los ciegos” escribió Shakespeare en un pasaje visionario de su obra el Rey Lear, durante el cuarto acto, cuando Edgar conduce de la mano a su padre, Gloucester, bajo las tinieblas y el exilio. Y así tantas tragicomedias que en base tienen los mismos conceptos antónimos que recogen una verdad universal: los humanos son capaces de lo mejor y de lo peor, y siguen desarrollando de forma implacable ambas corrientes.

Afirma Carl Jung que ningún árbol puede crecer hasta el cielo a menos que sus raíces lleguen al infierno. Recoge la biblia que el Diablo es un ángel caído: Lucifer (del latín lux, “luz” y fero, “llevar”) era el portador de luz, ejemplo de belleza y sabiduría a quien la soberbia condujo al averno, transformándolo en Satanás. Decía Charles Bukowski que el problema con el mundo es que la gente inteligente está llena de dudas mientras que los estúpidos están llenos de confianza. El optimista cree que vivimos en el mejor de todos los mundos posibles, el pesimista teme que sea verdad. Partiendo de todo lo expuesto, una cuestión para la reflexión, querido/a lector/a …

¿Es éste el mejor mundo posible? 
¿Es tu mundo actual el ideal soñado?

Podría citar mil ejemplos más de tal axioma; anterior a las civilizaciones, a las edades del mundo y a la concepción del cosmos. Pero yo soy más terrenal: para mí, cada vida humana es una obra musical. Y como la música, somos algo finito. Un arreglo único. A veces armonioso, a veces disonante. A veces no digno de ser escuchado. Orquestaciones de carbono con la capacidad de ser poetas y psicópatas dentro de la misma composición. De dar la nota o de caer en sorderas selectivas.

No hace falta ser redundante ni es mi intención intentar explicar lo que sabios de todas las épocas conocidas han sabido plasmar a lo largo de la historia con mucho más acierto, intelecto y originalidad que yo. Sólo pensaba en voz alta. Y la metáfora musical era añadido obligado: es uno de los amores de nuestra vida. Siempre lo fue y siempre lo será.

Al lío.

Como mencionaba antes de perderme en divagaciones, me encuentro en un emplazamiento simbólico y secreto. Alberga una preciosa historia que gustoso comparto.

Se trata de un espigón de piedra a las orillas del mar mediterráneo. No el que muchos podéis imaginar, no el habitualmente frecuentado. Este espigón no es perpendicular a la costa, si no paralelo, y en cada extremo posee un pequeño faro. Una construcción intermedia de asfalto bifurca y divide el agua en dos, separando dos zonas ampliamente diferenciadas de la playa, pero permitiendo así acceder al citado rompeolas y a sus faros.

Se diría por las marcas en la piel de piedra que ambas guías poseen la misma edad, pero en absoluto. Jóvenes aún, eso sí, pero ya experimentados: como digo, se observan a simple vista pintadas, grietas y las inevitables cicatrices que los días de tempestad van dejando al golpear el ponto con oleadas violentas los muros exteriores de sus pequeñas fortalezas.

Y ahí reside parte primaria de su similar y peculiar belleza: por fuerte que golpeen los temporales y las marejadas, jamás son derribados. Quizá haya noches en las cuales su luz decaiga y días en los que su brillo parezca apagado o pase inadvertido, pero siempre está ahí; no desisten jamás, no caen totalmente derrotados. Nunca, nunca están abajo. Firmes en su posición, en sus ideales y creencias; firmes en sus rarezas, firmes en la incertidumbre y en la certeza, firmes al cemento sobre las aguas cristalinas, sobre gotas lacrimógenas de cloruro sódico, bajo atardeceres soleados o nublados cuyos reflejos en el medio líquido recrean sensaciones de plata, mercurio y níquel. Con la cabeza bien alta, siguen luchando porque sus destellos lleguen cada vez más y más lejos.

Cruel ironía pudiera parecer el hecho de que el espigón que los une sea el mismo que, inevitablemente, los separa. No se conocían, y sin embargo, ambos ya sabían que el otro existe. En las noches de calma, la mecida del mar los transporta imaginariamente al extremo contrario del dique: tratan de entender lo que el otro ve y siente; empatizan con aquellas oscuridades a las que no pueden arrojar luz. Agudizan el oído para intentar llevar el mismo ritmo, logrando así sincronizar sus haces de luz en direcciones opuestas. Potencian una especie de conexión invisible. Un vínculo mecánico; como las manecillas de dos relojes diferentes que van totalmente acompasados. Un vínculo “físico”, como el de dos corazones que laten al unísono. Como parejas de baile que se funden en un mismo paso. Como amantes apasionados que logran el clímax a la vez. Un vínculo espiritual que no entiende de barreras arquitectónicas o de distancias por recorrer.

Están cerca aunque no puedan tocarse. Espalda contra espalda a pocos metros de distancia. Han sido testigos bajo sus pies - rodeados y cercados por enormes rocas y bloques de hormigón - de historias tanto dispares como similares: amores que se inician, se reencuentran o se acaban; bendiciones y traiciones, secretos y confesiones; cigarros cargados de armoniosa quietud y perfectas compañías silenciosas y descargadas. Voces que vibran entonando canciones que no se olvidan. Momentos que van y vienen o que perduran. Estrellas fugaces o cuerpos celestes constantes de tonos azules y rosados, como vinos y flores con olor a sal marina que se inmortalizan en instantáneas cargadas de significado. Besos que cortan la respiración y respiraciones entrecortadas entre los fuegos de un amor que deseaba abrirse paso sin pararse a pensar si era el momento adecuado.

Amantes de la naturaleza y de los animales, son visitados de cuando en cuando por pequeños felinos que, como palomas mensajeras, hacen llegar al uno las sensaciones del otro y viceversa. Dan cobijo a todo tipo de criaturas sin pedir ni esperar compensación por ello.

Podría decirse que, sin estar juntos, juntos suman: de nada servirían dos faros que otorgaran su luz solidaria sólo en una misma línea. Cada uno gira a izquierda y derecha, logrando así que todo el océano sea visible para las naves y embarcaciones que desean llegar a buen puerto. Visible para todas en realidad, pues no existe travesía que desee encallar, al fin y al cabo. Todas las historias nacen con la intención de lograr una meta positiva. Y si no es positiva… no será la final.

Es evidente además, que si sendos faros se enfocaran directamente el uno al otro, se cegarían… Aunque nunca está de más que alguien te deslumbre con su mirada o con su mera presencia. Perder el aliento e hiperventilar nervioso es, en no pocas ocasiones, señal de estar haciendo un gran trabajo.

Si de mí dependiera, colmaría de velas todo el camino que los conecta y que a su retaguardia queda. Escribiría poesías y compondría sonetos de piano en hojas de papel que luego convertiría en aviones de papiroflexia que surcarían el cielo de un lado a otro hasta colarse por las rendijas de sus torres de señalización. Así el interior de los faros estarían repletos de melodías varias, palabras de afecto y mil cartas de amor. Realizaría visitas inesperadas en sus puestos de trabajo y dejaría en sus cimientos cajas rebosantes de caprichos y sorpresas. Intercambiaría las llaves que abren las puertas de su interior sin temor a equivocarme.

Daría mi propia llave, como daría mi propia vida.

Si de mí dependiera, viajarían por el mundo a las costas de mil tierras lejanas. Saborearían el dulzor de mil postres con chocolate, degustarían los mejores cortes de las carnes más selectas, bailarían al son de la alegría, al vacío sin cuerda saltarían, de globos sus techos colmaría, y aprenderían en compañía lo que solos… no aprenderían. Lo que solos… no se aprende.

No dudo que en no pocas situaciones de nuestra vida, la doctrina egoísta es una salida más que posible, obligatoria y necesaria. Que hay faros que han dado tanta luz hacia fuera, que se han quedado en penumbra por dentro. Que sienten una rotura interna que sus fortalezas externas de piedra no enseñan ni permiten enseñar. Como contusiones o huesos rotos. Como decepciones y desilusiones que se van acumulando en llantos no grabados ni escuchados.

Que guardan cientos de “¿Porqués?” entre las paredes de sus propios miedos y vivencias. A esos pavores y terrores con sonoro rugido gratamente espantaría. Y por siempre recordaría: ‘Que no te dé miedo seguir adelante… si no diese miedo… no sería importante’. Me gustaría ser la vía; familia, amigo, amante. Compañero, padre y comandante - ser el guía de un faro, debe ser interesante - Hay faros que necesitan tiempo, cariño y espacio para recomponerse y volver a encontrarse. Distancia.

Tras haber paseado de faro a faro, de lado a lado, y haber tratado de estudiar sus motivos y motivaciones, sus diferencias y opiniones, sus similitudes y comparaciones, vuelvo al punto de partida y desde la orilla, observo el cielo. El universo está tan plagado de oposiciones y contrarios como lo está cualquier vida humana, pero en cada revés se encuentra, implícita, la oportunidad de mejorar y de volver a crecer. De volver a creer.

Querido faro: abrazaría cada noche sin recelo el calor de tus lágrimas salinas, te acogería entre mis brazos y te sonreiría cada mañana; porque ser pesimista u optimista es al final una cuestión de perspectivas, y es que tengo por seguro que podría hacer de tu mundo ideal, un mundo mejor. Que intentar regalar una sonrisa es iluminar, quizá, la mañana de un nuevo día. Que poder besar la frente o el vientre de un ser amado es un buen propósito, un buen destino y un buen puerto en el cual desembarcar todo el amor que jamás antes supimos otorgar.

Quizá algún día, vida mía.
Quizá algún día.

Ojalá esta luna creciente pudiera quedarse para siempre, como tú entre mis anhelos. Hoy no me voy a ninguna parte. Hoy no me muevo. Nunca me fui. Nunca me iré.

Palabra de tigre.

Entradas populares de este blog

Agradecimientos (I)