Capítulo Treintaidos. Misiva

Querido, amado y respetado tigre…

Hace una semana que te dejé marchar. Es curioso recordar que un año y un mes atrás te permití salir de mí por vez primera. Fue en Madrid. Diluviaba. Llovía a mares, y yo me refugiaba de madrugada entre las majestuosas columnas de las escalinatas de la Catedral de la Almudena. No había un alma por la calle y eso me ayudaba a concentrarme en la escritura.

En lo que ya por aquél entonces, quería transmitir.

Te di una libertad temporal que sólo te fue otorgada de nuevo en el verano de este ciclo que está por terminar, cuando viajamos a Tarifa. Esta vez de día, con un sol radiante, pero de nuevo a solas. Ambos dos. Pasaste del frescor lluvioso al calor de la playa en lo que se escapa un aliento.

Y así, sobrevino aquella noche. Ya sabes a cual me refiero: tú contaste la historia en el capítulo anterior. No hace mucho de entonces, y estuve planteándome una idea que tiempo atrás no me habría sido posible concebir, al menos no voluntariamente: dejarte ir. Soltarte a rugir libre - con ciertas condiciones, no lo negaré - para tratar yo de averiguar qué se siente al enfrentarse sólo a un mundo vacío que apenas logro descifrar.

Siete lunas he contemplado ya sin ti. Y en ocasiones esbozo una mueca alegre ¿Sabes? Un dicho popular sostiene que “somos de quien a solas contempla la luna y en medio de ese instante... Nos recuerda…y sonríe”. Esto se me hace tan extraño y a la vez, considero, era tan necesario… Tenía que arriesgarme a emanciparte de mi psique, además por una buena causa. Siempre he necesitado de tu presencia interior para hacerme fuerte, pero quizá ello tuviera un elevado componente de dependencia y de fragilidad, irónicamente: si no puedo avanzar sin un maestro, sin una guía que me indique el itinerario; si no puedo tomar mis decisiones sin consultar con un álter ego imaginario… ¿No sería acaso como cargarte de toda la responsabilidad librándome de afrontar mi propia debilidad? “Con un ejército apoyándote podrías ser sumamente político” que decía un senador romano. Todos somos más valientes en compañía. Quiero cambiar eso.

Has sido de las pocas figuras que me vio por dentro y que en lugar de salir corriendo, cerró las ventanas de mis heridas para que no entrara el frío. “Fuiste el único pájaro que no me llamó jaula sólo por querer cogerte entre mis manos”. Porque quise abrazarme y no soltarme. Siempre dije y siempre diré que jamás vi a un tigre enjaular a otro tigre, y mantenerte eternamente en mi fuero interno se contradice con tal idea. Tengo que probar a estar sin ti. Y tú tienes el derecho absoluto - y más que ganado - de otear otro paisaje que no pertenezca al hogar que diseñé para los dos.

Gozas de la oportunidad de viajar junto a la dulce veleta y atesoras la capacidad necesaria para proteger su espíritu. Créeme; en un mundo en el cual todos usan una máscara… es un privilegio poder ver un alma. Para colmo, una tan especial. Ya sabes cuánto te envidio y cuánto daría por velar el sueño de quien a tu lado descansa. Y cuidado, que quizá puedas enseñarle a volar… pero no seguirle el vuelo. Hazme el inmenso favor de ser tan amable y caballero como lo has sido conmigo, no des por sentadas sus virtudes: refuerza cada mañana su capacidad para ser la mejor, hazle saber que estás muy orgulloso y no te guardes nada, que todo aquello que no decimos puede sembrar la oportunidad de una pérdida irreparable.

Me enamoré de ella sabiendo que quizá me quedaba lejos. Que me iba a doler, y mírame, aquí estoy, sin la menor intención de sabotear tal sentimiento por mucho tiempo, distancia u olvido que puedan interponerse en mi trayecto.

Por cierto, amigo, hablando de caminos: ya ando sin corsé y he comenzado a recuperar parte de la musculatura atrofiada tras casi un trimestre en el dique seco. Como lees, todo progresa adecuadamente y trato de fortalecer todo aquello que me falta para creer en mí tanto como siempre he creído en ti.

“Creer en alguien”. Menudo concepto más extraño, ¿No? Después de todo, si creyeras realmente en alguien, no tendríamos ninguna necesidad de verbalizar un “creo en ti”. Sería como decir “creo en el aire”. No; no quiero decirte con esto que alberguemos dudas al exponer ese mensaje o que estemos mintiendo. Lo que trato de explicarte es que cuando decimos “creer” lo que realmente deseamos manifestar es que “queremos creer”.

Querer creer… Querer querernos… Querer querer.

Necesitamos esperanza en nuestras odiseas personales tanto como el oxígeno que respiramos, y eso vale incluso para el ser más desilusionado o decepcionado del universo. Habrás escuchado hasta la saciedad que la libertad o la posibilidad de elección son una utopía; que ya está todo escrito y que no hay nada que hacer al respecto… Pero Stephen Hawking destrozó dicha verborrea negativa con un ejemplo tan simple como real: “Incluso la gente que afirma que no podemos hacer nada para cambiar nuestro destino, mira antes de cruzar la calle.


Mi viejo felino… Hay tantas cosas que no logro asimilar ni aceptar de estos periodos modernos que se burlan de lo tierno y que se alejan de lo eterno… Ojalá aprendiese de una puta vez a caracterizar a las personas por sus acciones. Así nunca sería engañado por sus palabras. Quizá sea que considero mi propia retórica una ventaja y no un defecto; que sé llegar a las personas a través del diálogo, y, erróneamente, confío sin más en todo aquello que se me expresa como un dogma de fe al cual aferrarme, cuando la realidad y los movimientos me demuestran, en no pocas ocasiones, todo lo contrario. Así llega el bofetón y el desengaño, pues obviar o hacerme el idiota nunca se me dio bien. Soy miope pero no ciego. Puedo callar pero no dejar de escuchar.

Evidentemente no es que yo haya sido tampoco un ser de coherencia y rectitud intachables en todas y cada una de mis decisiones y reacciones. Pero intento aceptar mis limitaciones, disculparme cuando procede y sacar lecciones aprendidas de los pasos en falso que sin duda puedo dar como espécimen errático e imperfecto que soy y siempre seré.

La autoexigencia es un dilema que jamás lograré resolver pues siempre habrá algo más que pulir. Al final es difícil no flaquear en algún flanco cuando tratas de forjar tus ideales sobre cimientos sólidos: invariablemente, en cuanto que fijes tu atención en las grietas de una viga, otra puede empezar a resquebrajarse a tus espaldas. Es una cuestión de tensiones y compensación de fuerzas. Física aplicada a la metafísica espiritual.

Estoy en nuestra playa tigre, pero tú no estás. No me siento desamparado, pero se me hace raro; si dijese que estoy cómodo estaría mintiendo como un bellaco. No sé qué andarás haciendo y te escribo esta carta de madrugada por no importunar. Por si estás descansando o acompañado. Porque de nada serviría surcar esta solitaria lejanía si respondieses a la llamada de mis pensamientos. Si me lees guarda para ti cualquier tipo de opinión, consejo, advertencia, injerencia… Quien se va sin ser echado vuelve sin ser llamado, pero preferiría que no lo hicieras salvo que sea cuestión excepcional o de vital importancia.

No sé si tú pensarás en mí tanto como yo pienso en ti; no imagino que sientas pánico ante la posibilidad de que nuestro vínculo se rompa o a que caigamos en el olvido común. Sería difícil que eso ocurriese pues no tengo intención alguna de rellenar el vacío que tu ausencia ha dejado dentro de mí. Igual que yo no quiero ser un parche o una mera opción en el sendero de nadie, descuida que no elimino ni una sola de las huellas que la arena aún conserva de tus pisadas en esta morada deshabitada.

Siempre fui tu prioridad y es algo que agradezco profundamente. Incansable al pie del cañón; atento a mis derrotas, mis desplomes, mis temores y mis llantos. Celebrando también mis aciertos y mis victorias. Escuchando mis canciones, ayudando en mis composiciones, protestando mis faltas y rectificando mis desvíos. O tratándolo al menos.

Para qué engañarnos, aprendí de ti ese afán por estar pendiente de las personas que me importan, pero nunca tuve tu buen ojo clínico para acertar con la gente; o la resistencia emocional necesaria para soportar, sin sufrir, un trato desigual: he obsequiado con tantas flores que han acabado marchitándose - ahora mismo sin ir más lejos observo una rosa perecer bajo mi pantalla - y he dibujado con el pincel de mis escrituras tantos lienzos evocando las virtudes de otros seres humanos recibiendo a cambio agradecimientos vacíos - o vacíos a secas, sin más que silencios - que si bien jamás he deseado dejar de ser como soy, en ocasiones he sentido al pulso del corazón ralentizarse con un nudo en la garganta y asfixiarse, agotadas, sus ganas de latir por el prójimo, mientras comienza a nevar en sus alrededores y el frío se apodera de los rincones que uno iba creando, iluso, con la expectativa de ser rellenados con la sinceridad de un abrazo, una sonrisa, una lágrima de alegría, o un beso.

Pero a nadie puedo culpar de las esperanzas del corazón. La mecánica de su funcionamiento queda fuera de la jurisdicción del “derecho a no dar por igual” del prójimo. Nadie está en deuda conmigo, y soy, por tanto, único agente catalizador de sus necias melancolías. Eso no hace que duela menos, pero al menos intento no señalar con el dedo a quien no debo.

Si no he de recibir lo mismo que entrego será porque no he sabido captar el interés necesario de nadie o aportar lo que ese nadie necesitaba. No he sido suficiente. No hay más. Suelo caer repetidamente en culpabilizarme, pero los años me hacen ver que la culpa de poco ayuda: alguien sabrá leer mis partituras como yo trato de embellecer las obras de mis anhelos. Puedo evolucionar y mejorar como persona mil y una veces pero todos tenemos fallas y todos en algún momento nos convertimos en agentes tóxicos, incluso tratando de sumar. Hoy por ti, mañana por mí, que se suele decir.

Intento con todas mis fuerzas que mis cualidades y mis detalles superen con creces mis deficiencias. Quizá no haya sabido hacerlo mejor hasta ahora o quizá, simplemente, quien he tenido enfrente, no ha querido ver más allá. O no ha podido. O no lo he permitido. O no era el momento. Hipótesis habrá infinitas. Realidades, varias, todas subjetivas. Presentes, sólo uno. Y a él debo ceñirme.

No me gustaría que te quedaras con un mal sabor de boca al leerme, pequeño gato grande. Soy capaz de recitar la prosa más amarga que se pueda desgranar entre las yemas de mis dedos pero mantengo la cabeza bien alta. Tiemblo en ocasiones y se me agarrotan los músculos; me hormiguean las falanges tanto como las ansiedades del pecho acongojado, pero no tengo miedo. Tal vez porque no me queden fuerzas ni para sentirlo, o quizá porque si tuviésemos que hablar de terrores, los hay mucho peores: cítese morir aplastado entre los restos de lo que fue un automóvil. Cítese no volver a caminar.

No tengo potestad alguna para no sonreírle a la vida, por mucho que acabe de mirar a mi derecha y vea, colgados en la pared, los restos de un globo desinflado. Las opciones son suspirar abatido o rellenar mis pulmones al máximo de su capacidad y soplar con fuerza al interior de dicha elipse de plástico deformada para volver a darle forma. Elijo la segunda. Quizá no aguante tanto como el helio que en su día tuvo, pero así me servirá de metáfora: a todo aquello que quieras mantener arriba, deberás dedicarle tu arresto, tu aliento y tu coraje.

Y si mis esfuerzos son en balde, incluso en esas, podré objetar que ofrecí el doscientos por cien para así preservar altas mis pretensiones y aspiraciones - nunca mejor dicho - ante lo que sea que el futuro me depare. Y si el corazón se resiente por sentirse idiota, habrá que hacerle comprender que la idiotez sería no intentarlo. Que esos ojitos uno los encuentra sólo una vez en la vida, y que más vale abrigarse si hace frío que buscar cobijo entre calores superficiales que calientan pero no alimentan, desfogan pero no penetran, que rozan la piel exterior embriagada pero que no producen vibraciones en las mariposas del estómago.

Si cierro los ojos y trato de pensar en un ser que me haya marcado a lo largo de mi vida, aparece tu imagen perfectamente dibujada. Creo que merece la pena procurar conseguir lo mismo para con otras personas: dejar huella. Lograr significar para alguien más allá de un rato de risas o lágrimas. Aportar una enseñanza, un buen recuerdo, una sensación agradable en el alma, pase el tiempo que pase. Ocurra lo que ocurra ¿Tan difícil hazaña es lograr las llaves de un reino que no sea el de uno mismo?

Ahora ella es tu casa, bola de pelo. Y tu hogar será aquél en el que ella decida quedarse. Una vivienda se convierte en tu residencia, cobijo, refugio, techo y morada cuando bajo ella habitan las personas que amas. Tú has sido todo eso y más para mí. Representas la familia y uno de mis pilares fundamentales. Yo no tuve unos abuelos maravillosos como soporte, pero he contado contigo y sigo contando con unos padres insuperables y el mejor hermano que ha existido y que jamás existirá sobre la faz de la tierra.

Te has llevado contigo mi candado y mi llave. No me parece mal, todo lo contrario, sé que permanecerán a buen recaudo entre tus garras. No tengo intención de alquilar a cualquiera lo único que me parece simbólicamente especial de mi compleja personalidad.

Se podría interpretar que he sido despojado o que he abandonado a su suerte a mi propio hogar, mi idea de familia, mi futura descendencia, mis amistades, mi razón o mi corazón, pero es todo lo contrario: quiero edificar para todo ello un palacio inigualable, una mansión digna de ser visitada y en la cual las personas quieran permanecer y quedarse. Y para ello debo comenzar por levantar la tierra muerta y excavar hasta lo más profundo de mí mismo. De ese modo no habrá terremoto que pueda derribar lo que con tanto cariño aspiro a proteger. Es como el espigón desde el cual obraste magia la última vez que escribiste en mis dominios. Acero y hormigón hechos de diamante y de rocas de meteorito que aguanten durante siglos y vean nacer, crecer y ser felices a cientos y cientos de generaciones venideras.

Ese deseo que sea mi legado: la riqueza de un hogar feliz. No existe mayor fortuna.

Mi preciado tigre: sigo durmiendo entre luces azuladas y rosadas, sigo despertando abrazado a la almohada y sigo alimentando mis batallas con el fuego fatuo que resiste y capea el temporal con todo el amor, intensidad y pureza que puede ofrendar. Siempre me gustó la lluvia, así que no voy a quejarme ahora por tu ausencia premeditada ni por la falta de paraguas. Hay que mojarse.

Esta misiva no es una despedida, sólo un espacio de tiempo que cada vez... se estrechará más.

Palabra de humano.